1 de diciembre de 2009

cap 1




-Las cosas no pueden ser así- dijo Cruz vaciando un sobre de azúcar en el resto de la taza de café. La otra la miró en silencio.
Ellas, Cara y Cruz, se habían juntado esa tarde en el cine, habían ido a ver una película de dibujos animados, que entre risas y sutilezas, plenas de actitud si pasa pasa, les permitía decirse lo que de otra manera hubiese sido imposible. Una, despreocupadamente heterosexual, Cara, y la otra, convencida de su lesbiandad, Cruz; las dos, sabidas histéricas y malcriadas.
-Vos no lo amás y eso se te nota- remató Cruz.
Entonces Cara pensó que no era así, que Cruz sabía que no era así. Además, vos qué te metés, si estás acá, mintiendo que no lo estás, porque ni siquiera te animás a decir que viniste al cine con una amiga, le hubiera gustado decir a Cara. Pero hubo otro silencio, donde las dos se miraron y cada una, a su manera, sintió que algo estaba pasando.
-Me voy- dijo Cruz intempestiva.
-¿Ya?
-Sí.
-¿Tenés que hacer algo? Pensé que cenábamos…- dijo Cara y apuró el último trago de café con leche.
-Mejor me voy.
-¿Qué pasa, se le hacen las doce a Cenicienta?- preguntó Cara burlona, y Cruz tuvo ganas de largarle un puteada, pero supo que, en el juego del sincericidio, ella había dado el primer ataque.
-Sí, se me va a caer la careta y no sabés el susto que te vas a pegar. Por pendeja te vas a quedar culo al norte, y vas a aprender que el agua no se mastica.
-Epa, aguantá.
-Me tengo que ir, en serio- dijo Cruz.
Cara asintió con la cabeza y se puso de pie a la par de su amiga. Cruz necesitaba salir, irse a caminar, despejar un poco la cabeza de aquellos: otro y otra: ajeno y propia. Si tuviera toda la noche para sí le hubiera gustado tomarse horas para ir caminando hasta su casa, pero sabía que no podía, que la esperaban y que cuando abriera la puerta la iban a estar aguardando con un signo de pregunta servido en cada plato. La pareja de Cruz algo intuía, la notaba distante, y también frágil. Algo le decía que Cruz dudaba y no iba a presionarla, sólo le dijo que la amaba. Esa, otra ella, que no va a tener nombre todavía, iba a esperar todo lo paciente que pudiera, hasta que su mujer aclarara lo que le pasaba. Pero Cruz dudaba aunque sin saber muy bien de qué, habían sido muchos años sentada sobre la cómoda certeza de la estabilidad y no era tan fácil pensarse de otra manera.
Entonces Cara despidió a Cruz en la esquina del cine, y al verla subirse a un taxi pensó que ojalá no dejen de verse por mucho tiempo, que Cruz no desaparezca. Le gustó haberla recuperado como amiga, aunque haya sido sólo compartir una película de dibujos animados. Ella, que podría haber sido cualquiera de las dos, volvió a sentir lo bien que la pasaban juntas, y se dio cuenta cómo hay veces que la vida le termina ganando a algunas cosas que no debieran dejarse pasar.
Porque esa tarde, ellas se habían reencontrado después de pasar un tiempo sin verse, desde un poco antes del casamiento de un él y Cara, las amigas habían dejado de juntarse. Por una cosa u otra, algo se interponía: que los respectivos trabajos, las clases en la facultad o el mismo casamiento y la compra de la casa.
Aunque las dos sabían que eran una de esas amistades aéreas y ambivalentes que dependen más de las circunstancias convocantes que de ellas mismas, había algo que excedía cualquier acontecimiento, algo que sin poder definir todavía, era de ellas.
Fue, podría decirse, el lado azaroso de la vida el que hizo que se conocieran: en un trabajo fortuito al que habían caído por sólo diez días, hacía casi un año y medio, atendiendo al público en un stand dentro de un congreso de Medio Ambiente de las Naciones Unidas.
Ya bastante extraño era que Cara estuviera ahí, después de una breve ruptura con quien sería, en meses, su marido, había decidido meter la cabeza en cualquier cosa que la despejara, y si ese lugar era la bandeja de hojas A4 o el toner de tinta, lo mismo le daba. Pero ella no había sido la única. Cruz tan fuera también, del mundillo fotocopiadoril de los congresos, había optado por lo mismo: un recreo, que sin saber las iba a terminar impregnando del más placentero calentamiento global -aunque para eso faltarían unos años todavía.
Así fue que se vieron por primera vez, conversando entre fotocopiadoras y congresistas. Gente que nada tenía que ver con ellas, y a la que nunca volvieron a ver. Después era caminar hasta la parada del colectivo, con Xa, a la que también conocieron por esos días. Quizá, ellas aceptaron una vez en un almuerzo, que fue Xa, o su marido, la que sin saberlo dio el puntapié inicial a la amistad. Porque si a ella no la hubiera engañado su marido con su hermana, la segunda noche de laburo, ellas no se hubiesen tenido que quedar una hora, paradas en una esquina, frenando el impulso suicida de una extraña que amenazaba con tirarse en medio de la avenida Santa Fé, al grito alternado de yo lo mato-yo me muero. No se hubieran quedado conteniendo la risa y gestando así su amistad, en ese pacto que sin ser premeditado tuvo algo de estilo propio.
El silencio.

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